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cartagenera44 79F
1761 posts
3/10/2019 7:27 am
Extraña Pasajera

Los árboles se mecían inmutables ante el frío de la noche.
Encendí las luces anti nieblas por las condiciones climáticas de la madrugada.
Conducía lentamente, pudiendo observar por el espejo exterior izquierdo, el presuroso ir y venir de los transeúntes saltando charcos de agua y buscando refugio bajo la cornisa de alguna edificación. El sonido largo y estridente de sirenas de policía y de ambulancia, interrumpe la luz sonrosada de la aurora que se descuelga por el horizonte. Los perros de hocico frío y miradas distantes, se acurrucan con la placidez de una lánguida figura femenina de un cuadro de Moore, al lado de indigentes arropados con periódicos y las mandíbulas apretadas por la terrible temperatura.
El limpia brisas del Chery Tigo amarillo se movía con pereza, arrastrando la humedad del panorámico. Me dirigía a casa después de trabajar diez horas continuas como taxista independiente.
Sobre un andén de la avenida Nuestra Señora de la Amargura, reparé la figura envuelta en una gabardina oscura, con botas altas y protegida con paraguas. Con la mano enguantada, desesperada, hacía señales para que detuviera el vehículo.
Cuando me acercaba, el sonido de varios disparos y el visaje de una sombra que corría con desespero para perderse por el oscuro recoveco de una callejuela, me sobresaltó.
El miedo erizó mi piel y heló la sangre. Sin embargo, me detuve y se subió al auto sin decir palabra. Eligió el asiento detrás de mi espalda y, con la mirada perdida, atisbaba por la ventanilla. Por el espejo retrovisor central, observé la imagen erguida, impasible y ausente de movimientos.
La monotonía de la mujer se coló en el interior del vehículo, actitud que no me disgustó. Estoy acostumbrado tanto al silencio como a la habladuría de los pasajeros que transporto cada noche. Unos hablan de los niños que mueren de hambre en los países pobres, otros del sube y baja del dólar, de las dictaduras latinoamericanas, de la inmigración, de la polución, de los muros y desplazados. ¡Nada me conmueve! Ni siquiera el mutismo de los que presumo que sufren porque veo en sus rostros un dolor imposible de disimular.
Como conductor nocturno, estoy acostumbrado a la invariabilidad de las conversaciones de los pasajeros que siempre mascullan entre dientes sus rutinas y hasta desgracias. ¿Por qué han de importarme los problemas del otro? Con los míos basta. Simulo que los escucho y muevo la cabeza para parecer educado.
Debo dar vueltas y más vueltas por calles desiertas, desterradas, repletas de bolsas negras de basura inmunda y de ratas que corren presurosas buscando comida en descomposición .Poco me importa la calidad y presencia del pasajero, porque lo que realmente me interesa es que paguen la carrera para llevar a casa el sustento del siguiente día.
La gente que recojo en las calles es de todos los pelambres: desde prostitutas jóvenes y destruidas con los labios pintados de rojo encendido, minifalda apretada de lentejuelas baratas para provocar la compra de sus cuerpos a desconocidos que les conceda un minuto de atención y les tire unos sucios billetes para atender cualquier necesidad, y diminutos corpiños vomitando la silicona de sus senos; borrachos meados con la bragueta a medio cerrar, así como mujeres y hombres bien vestidos que salen de los bares y clubes para dirigirse a sus hogares a descansar. ¡Infinitas realidades que vagan distraídas y despiadadas por las calles de muchas ciudades, ante la mirada indiferente de la gente!
La extraña pasajera parece que no le prestara atención a nada de lo que ocurre durante el trayecto.
Yo, como siempre, no tengo ganas de entablar conversación y me limito a mirar hacia adelante, buscando distracción en los avisos y vallas publicitarias que atiborran azoteas, muros y paredes de edificios, invitando a que votes por un político que ofrece cambiar el país, a que no te la juegues y te protejas del sida, a que realices grandes viajes y comiences a pagar dentro de tres meses, a los hiperdescuentos de las supermercados…En fin, a que te hundas en el turbulento mundo del consumismo.
Me gusta conducir de noche mientras la ciudad duerme. La algarabía del día me agita y pone nervioso. Soy un hombre de pocas palabras que prefiere el silencio y la observación. Soy como mi padre. Le huyo a las malas noticias y tragedias. Por eso, no leo periódicos ni veo noticieros en la tele. El tiempo libre lo dedico a dormir y descansar para reponer energías luego de un trabajo agotador de muchas horas detrás de un volante, rebuscando pasajeros por cualquier calle o avenida.
Por ello, la extraña viajera era un evento interesante, cuyo comportamiento se asimila a mi manera de ser: parco.
Continuaba conduciendo esperando que en algún momento dijera hacia dónde se dirigía. Admito que esta mujer emanaba un misterioso mutismo que me atrajo y contagió.
La mano enguantada me dio dos toques en el hombro. Miré por el espejo retrovisor central y pude observar unos ojos negros y profundos como la noche que nos cobijaba, el cabello recogido en un moño detrás de la nuca, rostro cuadrado y una sensual boca pintada de rojo que me sonreía a mí. ¡A mí!
Un corrientazo me recorrió el espinazo y quedé en blanco.
— ¡Deténgase!— dijo con voz melancólica.
Rebuscó en el bolso y tiró unos billetes en el asiento trasero.
La seguí con la mirada. Llevaba en la mano un ramo de flores artificiales.
El chirrido de las rejas oxidadas del Cementerio Central de la 26, me hizo volver a la realidad.
Apreté el acelerador rumbo a casa con unos billetes machucados en el bolsillo del pantalón.
Seguía lloviendo y temblaba de frío.