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LA PLAYA DE IPANEMA

"Nuestras vidas no son corrientes. No hay nada trivial en nuestros placeres ni en nuestros desastres. Cuando se trata de asuntos del corazón, todo es tan problemático como el álgebra. Una vida puede cambiar como cambia un día, de soleado a lluvioso, como dice la canción.Y luego puede volver a cambiar".

SANTIAGO EN CIEN PALABRAS
Posted:Jun 22, 2007 6:27 am
Last Updated:Dec 1, 2015 11:59 am
5499 Views
Muchos de los habitantes de Santiago hablan de una ciudad gris, ahogada en el smog, sufriendo por los problemas del transporte público. He pasado casi toda mi vida aquí y para mi es un referente.
Existe en Chile un concurso literario llamado "Santiago en cien palabras", jugando con esa idea escribí estas líneas, como un homenaje a mi querida ciudad.

No es fácil hablar de Santiago en cien palabras, con solo recorrer las queridas calles de mi infancia, completo veinte. Y si les cuento de las grandes alamedas por donde ahora pasa el hombre triste, tal vez no pueda hablarles del río Mapocho y sus contrastes, de las gaviotas que perdieron el mar. Santiago es mucho más que un par de cerros, moles grises, ruido y contaminación. Es un amigo que guarda mi pasado, comparte mi presente, que anhela mi futuro. Pueblo grande que no quiso ser el centro. Santiago no cabe en cien palabras, ni siquiera en un millón.


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La Maleta de mi padre
Posted:Jun 21, 2007 8:14 am
Last Updated:Dec 1, 2015 11:59 am
6122 Views
He querido inaugurar mi blog con el maravilloso discurso de Orhan Pamuk al momento de aceptar el Premio Nobel de Literatura el año 2006, espero les identifique tanto como a mi.

Lectura de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2006.
Por Orhan Pamuk
(Traducción por Juan Pablo Plata)

Dos años antes de morir, mi padre me dio una maleta llena con sus textos, manuscritos y notas. Asumiendo su usual aire satírico y humorístico me dijo que quería que los leyera cuando se hubiera ido, queriendo decir después de su muerte.

“Échales un vistazo”, me dijo, con cara de embarazo. “Mira si hay algo útil para ti dentro de ellos. De pronto cuando me haya ido puedes hacer una selección y publicarla”

Estábamos en mi estudio, rodeados de libros. Mi padre buscaba un lugar para su maleta, vagando de aquí para allá como un hombre deseando deshacerse de una dolorosa carga.

Al final la depositó silenciosamente en una esquina donde no estorbaba. Fue un momento penoso nunca olvidado por ninguno de los dos, pero una vez había ocurrido y habíamos regresado a nuestros roles habituales, tomando la vida con ligereza, nuestras bromas y personalidades sardónicas regresaron y nos relajamos.

Hablamos como siempre lo hacíamos sobre las trivialidades de la vida y los incesantes problemas políticos de Turquía y sobre las casi todas fallidas empresas de mi padre, sin sentir mucha tristeza.

Recuerdo que cuando mi padre partió pasé varias semanas caminado enfrente de la maleta sin tocarla. Ya me había familiarizado con la pequeña maleta negra, su candado y redondas esquinas. Mi padre la lleva en viajes cortos y la usaba otra veces para cargar documentos del trabajo.

Recuerdo que cuando era chico y mi padre regresaba de viaje, yo habría la pequeña maleta para buscar atropelladamente en sus cosas, saboreando la esencia de la colonia y de los países extranjeros. La maleta era un amigo común, una poderosa memoria de mi infancia, mi pasado, pero ahora no podía si quiera tocarla. No hay duda de que era por el peso misterioso de su contenido.

Ahora voy hablar del contenido de aquel peso: es aquello que una persona crea encerrada en un cuarto, sentada en una mesa, retirada en una esquina para expresar sus pensamientos, esto es, el significado de la literatura.

Cuando toqué la maleta de mi padre no podía todavía moverme a abrirla, pero sabía que dentro estaban algunas de sus libretas. Había visto a mi padre escribir en algunas de ellas; no era la primera vez que oía la pesada carga dentro de la maleta.

Mi padre tenía una biblioteca en su juventud a finales de la década de 1940, él quería ser un poeta de Estambul y había traducido a Valery al turco, pero no quería vivir esa vida que traía el escribir poesía en un país pobre de pocos lectores.

El padre de mi padre-mi abuelo- era un hombre rico; mi padre había llevado una vida cómoda de niño y joven y no deseaba pasar malos ratos en nombre de la literatura, por escribir. Amaba la vida con todas sus bellezas- yo lo comprendí.

La primera cosa que me tuvo alejado del contenido de la maleta de mi padre, claro, fue el temor, tal vez, de que no gustara lo que iba leer. Mi padre sabía esto, porque había tomado la precaución de actuar como si no tomara el contenido en serio. Después de trabajar 25 años como escritor me dolía ver esto, pero no quería disgustarme con mi padre por fallar en tomar la literatura con la seriedad suficiente.

Mi verdadero padre, aquello crucial que no deseba saber o descubrir era que mi padre era un buen escritor. No podía abrir la maleta temiendo esto. Pero aún, no podía admitir esto a mis ojos de manera abierta.

Si verdadera y buena literatura afloraba de la maleta de mi padre, debía reconoce entonces la existencia de un hombre diferente dentro de mi padre. Era una posibilidad temeraria porque incluso a mi avanzada edad quería que mi padre sólo fuera mi padre, no un escritor.

Un escritor es alguien que pasa los años descubriendo pacientemente su segundo ser dentro de sí y el mundo que lo hacer ser lo que es: cuando hablo de la escritura lo que primero pasa por mi mente no es una novela, un poema o la tradición literaria, lo que veo es a un persona encerrada en un cuarto, sentada en una mesa que sola va hacia dentro de sí misma y entre sus sombras construye un mundo nuevo con palabras.

Este hombre-o mujer- puede usar una máquina de escribir, valerse de la facilidad de un ordenador, o escribir con un esfero y una hoja, como yo lo he hecho durante treinta años. Mientras escribe, puede tomar té o café o fumar cigarrillos.

De tiempo en tiempo tal vez se levante de la mesa para mirar por la ventana hacia los niños jugando en la calle, y si corre con suerte hacia los árboles y un paisaje, o puede atisbar un muro negro; puede escribir poemas o novelas como yo, todas las diferencias vienen luego de la difícil tarea de sentarse a la mesa y con paciencia ir dentro de sí.

Escribir es volver este meterse dentro de sí en un atisbo de palabras para estudiar el mundo al que esa persona va cuando se retira dentro de sí mismo, y hacer tal con paciencia, obstinación y alegría. Mientras me siento en mi mesa por días, meses, años, con morosidad agregando nuevas palabras a la página vacía, me siento creando un mundo nuevo, al tiempo que voy hacia la otra persona dentro de mí, del mismo modo en que alguien construye un puente o un domo, piedra a piedra.

Las piedras usadas por nosotros los escritores las palabras, las sostenemos en nuestras manos, sintiendo la forma en que cada una de ellas esta conectada con las demás, mirándolas desde la distancia, algunas veces casi acariciándolas con nuestros dedos y puntas de nuestros esferos, pesándolas, moviéndolas, durante años y años, con paciencia y esperanza nosotros creamos nuevos mundos.

El secreto del escritor no es la inspiración- pues no se sabe con claridad su procedencia-, es su terquedad, su paciencia. Ese adorable aforismo turco- cavar un pozo con una aguja- parece haber sido dicho teniendo a los escritores en mente. De los relatos antiguos me encanta la paciencia de Ferhat, quien vaga por montañas por su amor- cosa que también comprendo.

En mi novela Mi nombre es rojo cuando escribí sobre los viejos miniaturistas persas quienes han pintado el mismo caballo con la misma pasión por años, memorizando cada golpe que hasta pueden recrear el bello caballo con sus ojos cerrados, sabía que hablaba sobre la profesión de escritor, sobre mi propia vida.

Si un escritor cuenta su propia historia- debe contarla despacio como si fuera la historia de otros-, si desea sentir el poder de la historia levantándose dentro de él, si se sienta en una mesa y se da a su arte-su artesanía- primero debe habérsele dado una esperanza. El ángel de la inspiración (visitador regular de algunos y otros con menos frecuencia) favorece al esperanzado y confidente, allí es cuando un escritor se siente más solo, más dudoso sobre sus esfuerzos, sus sueños y el valor de su escritura-cuando cree que su historia es sólo su historia-, es en esos momentos cuando el ángel escoge revelarle historias, imágenes y sueños que dibujarán el mundo que desea construir.

Si pienso en los libros a los que he dedicado mi vida, me sorprendo más con aquellos momentos en he sentido como si las frases, sueños y páginas que me han hecho más feliz, llegar al éxtasis no hubiesen venido de mi imaginación sino que un poder las hubiera encontrado y con generosidad me las hubiera otorgado.

Temía abrir la maleta de mi padre y leer sus libretas porque sabía que él no habría tolerado las dificultades que yo había pasado, que él no amaba la soledad pero si los amigos, las multitudes, los salones, las bromas, la compañía.

Después mis pensamientos cambiaron. Estos pensamientos, estos sueños de renuncia y paciencia eran prejuicios derivados por mí de mi propia experiencia vital como escritor. Había muchos escritores quienes habían escrito rodeados por multitudes y vida familiar, al calor de la compañía y una feliz conversación.

Adicionalmente, cuando joven, mi padre cansado de la monotonía de la vida familiar nos dejo para ir a París donde como muchos escritores se sentó a llenar libretas con apuntes.

Sabía también que aquellas libretas estaban en la maleta, porque años atrás antes de haberla traído, mi padre finalmente había comenzado a hablarme acerca de esa época de su vida. Habló de aquellos años incluso cuando yo era un niño, pero nunca mencionó su vulnerabilidad, sus sueños de convertirse en escritor, o las preguntas sobre identidad que lo habían plagado en su cuarto de hotel.

Me hablaba en cambio de las veces que había visto a Sartre en las aceras de París, de los libros leídos y las películas vistas, todo con el sincero regocijo de quien informa noticias muy importantes.

Cuando me volví escritor nunca olvidé que esto ocurrió en parte gracias al hecho de haber tenido un padre que hablaba mucho más de escritores que sobre pashas o grandes líderes religiosos. Quizás debía leer las libretas de mi padre con esto en mente, recordando la deuda con su amplia biblioteca.

Debía llevar en mente que cuando mi padre vivía con nosotros, al igual que yo, disfrutaba estar solo con sus libros y pensamientos y no poner demasiada atención a la calidad literaria de sus escritos. Para cuando yo atisbaba muy ansioso en la maleta legada por mi padre también sentí que eso era precisamente lo que no podía hacer.

Mi padre algunas veces abandona en su mano un libro o una revista enfrente del diván para ir en pos de un sueño, perderse en sí mismo por largo tiempo en sus pensamientos.

Cuando vi en su cara una expresión muy distinta de la que usaba entre bromas, ironías y discusiones familiares, cuando vi los primeros síntomas del atisbo interior entendí en mis años de infancia y juventud con trepidación que él no se sentía contento.

Ahora, muchos años después, sé que el descontento es una cualidad básica por la cual una persona comienza a escribir.

Para ser un escritor no basta con el trabajo arduo y la paciencia: debemos primero forzarnos a escapar las multitudes, la compañía, las cosas ordinarias, la vida diaria y encerrarnos en un cuarto.

Deseamos paciencia y esperanza para poder crear un mundo profundo con nuestra escritura. Pero el deseo de encerrarse en un cuarto es lo que nos lleva a la acción. El precursor de este tipo de escritor independiente- quien lee sus libros desde el corazón de su contenido y escucha sólo la voz de su propia conciencia, pelea con las palabras de otros; quien entra en charla con sus libros para desarrollar sus propios pensamientos y su mundo propio – fue ciertamente Montaigne en los primeros días de la literatura modernista.

Montaigne fue un escritor al que mi padre volvió en reiteradas ocasiones, un escritor al que me recomendó. Me gustaría verme como perteneciente a la tradición de escritores- sea que estén en el Este u Oeste en el mundo- apartados de la sociedad, encerrados en sus cuartos con sus libros.

Pero una vez nos encerramos descubrimos que no estamos tan solos como pensábamos. Estamos en compañía de las palabras de los que estuvieron antes que nosotros, de las historias de otras gentes, las palabras de otras personas, aquello que llamamos tradición.

Creo en la literatura como el tesoro más valioso acumulado por la humanidad en su búsqueda por entenderse a sí misma. Sociedades, tribus y gentes crecen en inteligencia y avanzan cuando ponen atención a las palabras complicadas de sus autores y como todos saben, la quema de libros y la denigración de escritores ambos símbolos de tiempos oscuros e improcedentes para el futuro en medio de nosotros. Sin embargo, la literatura nunca es un sólo un asunto nacional.

El escritor encerrado en un cuarto va primero en un viaje dentro de sí que con los años le hará descubrir la regla literaria eterna: debe tener el talento para contar sus propias historias como si fueran las historia de otros; para contar las historias de los otros como si fueran suyas, porque esto es la literatura. Pero primero debemos viajar a través de las historias de otras personas y libros.

Mi padre tenía una biblioteca bien dotada- 1500 volúmenes-, más que suficiente para un escritor. A la edad de 22 años no los había leído todos pero era familiar con cada uno- sabía cuáles eran importantes, cuáles eran livianos, de lectura rápida; cuáles eran clásicos, cuáles esenciales para mi educación, cuáles eran olvidables pero con divertidos relatos sobre la historia local, cuáles autores franceses mi padre ponderaba con altura.

Algunas veces miraba la biblioteca desde la distancia e imaginaba un día en otra casa con mi propia librería, incluso una mejor biblioteca para construirme un mundo.
Cuando veía la biblioteca de mi padre desde la distancia me parecía una imagen reducida del mundo real.

Era un mundo, sin embargo, visto desde nuestra propia esquina, desde Estambul. La biblioteca era la evidencia de esto. Mi padre había construido su librería a partir de sus viajes con libros traídos en su mayoría de París y América, aunque también con libros comprados en tiendas que vendían libros en leguas extrajeras en las décadas del 40 y el 50 y en las librerías de nuevo y viejo en Estambul conocidas por mí.

Mi mundo es una mezcla de lo local-nacional y Occidente.

En los años setenta también comencé de una manera ambiciosa a construir mi biblioteca. No había decidido aún ser escritor. Como recuento en Estambul, había comenzado a sentir que después de todo no sería pintor, pero no estaba muy seguro de qué camino tomaría mi vida. Había dentro de mí una curiosidad imparable, un deseo esperanzador de leer y aprender al tiempo que percibía una falta, la sensación de no poder vivir como los demás.

Parte de la sensación estaba conectada con lo sentido al atisbar la biblioteca paterna- vivir fuera del centro de las cosas, como todos los que vivimos en Estambul en aquellos años con la sensación de vivir en provincia. Había otra razón para la ansiedad y la falta, porque sabía que vivía en un país con poco interés por sus artistas- fueran sus pintores o escritores- y no les daban esperanzas.

En los años setenta cuando tomaba el dinero de mi padre para comprar libros desleídos, polvorosos y cuarteados de los libreros de viejo de Estambul, estaba tan afectado por el lastimoso estado de las tiendas de segunda mano- por el desperado desorden y deterioro de los libros de los vendedores quienes desplegaban sus mercancías en los andenes, en los patios de mezquitas y nichos de desmoronados muros- como por sus libros.

En cuanto a mi lugar en el mundo- en la vida como en la literatura, mi sensación era la de no estar en el centro. En el centro del mundo había una vida más rica y excitante que la nuestra, y con todo Estambul, toda Turquía, yo estaba fuera. Hoy pienso que comparto este mismo sentimiento con la mayoría de la gente en el mundo. En ese mismo sentido había un mundo literario y su centro igual estaba muy lejos de mí.

En realidad lo que tenía en mente era Occidente no el mundo literario y nosotros los turcos estábamos afuera. La biblioteca lo demostraba.

A un extremo estaban los libros sobre Estambul- nuestra literatura, nuestro mundo local, con todos sus adorables detalles y en el otro extremo estaban los libros del mundo occidental, mundo con el que no teníamos afinidades. Nuestra falta de afinidades nos daba temor y esperanza.

Escribir, leer era como partir de un mundo para encontrar consolación en la otredad de otro mundo, en lo extraño y en lo maravilloso. Sentí que mi padre había leído novelas para escapar su mundo y volar hacia Occidente-justo como yo haría tiempo después. O me pareció por aquellos días que los libros eran cosas tomadas por nosotros para escapar de nuestra cultura, la cual encontrábamos con grandes carencias.

No solo leyendo partíamos de Estambul hacia Occidente, también lo hacíamos escribiendo. Para llenar sus libretas mi padre fue a París y se encerró en un cuarto y luego trajo sus escritos de regreso a Turquía. Atisbando la maleta de mi padre me pareció que me estaba disturbando.
Después de trabajar en un cuarto por 25 años para sobrevivir como escritor en Turquía, me molestó ver escondidos por mi padre sus sentimientos más profundos en una maleta, como si escribir fuese un trabajo para ser hecho en secreto, lejos de los ojos de la sociedad, el Estado, la gente. A lo mejor fue esta la principal razón para enojarme con mi padre por no tomar tan en serio la literatura como yo.

En realidad estaba enfadado con mi padre porque el no había llevado una vida como la mía, porque nunca había disputado con su vida y había pasado su vida feliz riendo con sus amigos y seres queridos. Pero una parte de mi sabía que también podía decir que no estaba tan molesto como celoso, esa segunda palabra se ajustaba más y esto también me hacia sentir incómodo.

Cómo sería cuando me preguntara a mí mismo en el usual modo resentido, con voz de enfado, ¿qué es la felicidad? Era la felicidad pensar que había llevado una vida profunda en el cuarto solitario, o era la felicidad llevar una vida más confortable en sociedad, creyendo en las mismas cosas que todos los demás o actuado como si creyera. Era felicidad o infelicidad ir por la vida escribiendo en secreto, pareciendo estar en armonía con todo lo que me rodea. Estas sólo eran preguntas excesivamente enfermas de mal temperamento.

¿De dónde me venía la idea de la medida de una buena vida hallada en la felicidad? La gente, los papeles, todos actuaban como si la más importante medida de la vida fuese la felicidad. ¿No sugería esto por si solo que valía la pena encontrar que era verdad lo exactamente opuesto? Después de todo mi padre había huido de su familia muchas veces. ¿Qué tan bien lo conocía, y qué tanto podría decir que entendía su molestia?

Esto era lo que me movía cuando recién abrí la maleta de mi padre. Tenía mi padre un secreto, una infelicidad en su vida de la que no yo no sabía nada sólo resistida por él de ponerla por escrito.

Tan pronto como abrí la maleta recordé su esencia de viaje, reconocí varias libretas vistas antes cuando mi padre me las mostró años atrás sin extenderse mucho en ellas. Muchas de las libretas que tomé en mis manos las había llenado cuando nos dejó para ir de joven a París. Mientras admiraba muchos escritores-escritores cuyas biografías había leído- deseaba conocer qué había escrito mi padre, qué había pensado a la edad que yo tengo ahora. No me tardé mucho tiempo en saber que no encontraría nada de esto allí. Lo que más me molestó fue encontrar la voz de un escritor en las libretas de mi padre. No era la voz de mi padre, me dije, o era auténtica, o por lo menos no pertenecía al hombre al que conocía como mi padre. Debajo de mi temor de que tal vez mi padre no era mi padre cuando escribía había un temor más profundo, el temor de cómo bien adentro yo no era auténtico, de no encontrar nada bueno en los escritos de mi padre, esto incrementó el temor de descubrir una excesiva influencia de otros escritores en mi padre y me sumergió en una zozobra que me había afligido mucho cuando joven poniendo mi vida, mi propio ser, mi deseo de escribir y mi trabajo en cuestión.

Durante mis primeros diez años como escritor sentí esas ansiedades en mayor grado, incluso cuando las rehuía en algunas ocasiones temí que un día habría de asumir la derrota- tal como lo había hecho con la pintura y sucumbir ante la molestia y dejar de escribir novelas también.

Ya he mencionado dos sentimientos esenciales aflorados en mí cuando cerré la maleta de mi padre y la hice a un lado: la sensación de estar en una isla desierta en provincia y de carecer autenticidad. No era ésta la primera vez que se hacían sentir estas sensaciones.

Por años en mis lecturas y escritura he estado estudiando, descubriendo y profundizando emociones en todas sus variedades y sin intencionadas consecuencias, sus finales nervios, sus detonadores y sus muchos colores.

Ciertamente mi espíritu ha sido herido por las confusiones, las sensibilidades y los efímeros dolores que la vida y los libros han hecho brotar en mí, claro, mucho más frecuente cuando joven.

Aunque sólo escribiendo libros entendí los problemas de la autenticidad ( Mi nombre es rojo y El libro negro) y los problemas de una vida desde la periferia ( Nieve y Estambul), para mi ser escritor es reconocer la heridas secretas cargadas dentro de nosotros, heridas tan ocultas que apenas tenemos conocimiento de ellas y exploramos con paciencia, las conocemos, las iluminamos para poseer estos dolores y heridas, para hacerlas partes concientes de nuestros espíritus y escritura.

Un escritor habla de cosas sabidas por todos pero que él no sabe que saben. Explorar este conocimiento y verlo crecer es placentero, el lector visita así un mundo familiar y desconocido al tiempo. Cuando un escritor se encierra en un cuarto con el fin de hospedar su trabajo y crear un mundo, si usa heridas secretas como punto de partida, él está, independiente de si lo sabe, poniendo gran fe en la humanidad.

Mi confianza viene de la creencia en que todos los seres humanos se parecen, en que otros cargan heridas como yo y por esto entenderán. Toda literatura verdadera emana de la esperanzadora certeza infantil de ser todos semejantes.

Cuando un escritor se encierra en un cuarto por años su gesto sugiere una humanidad solitaria, un mundo sin centro. Pero como se ve a cerca de la maleta de mi padre y la paleta de colores de nuestras vidas en Estambul, el mundo tenía un centro lejos de nosotros. En mis libros describo con cierto detalle cómo este hecho evocaba un sentido checoslovaco de provincialismo y cómo por otro camino esto me llevó a cuestionar mi autenticidad.

Sé por experiencia que la mayoría de la gente en la tierra vive con los mismos sentimientos y muchos sufren de peores insuficiencias, carencias de seguridad y sensación de degradación que los que yo sufro. Sí, los más grande dilemas de la humanidad siguen siendo el destierro, la indigencia y el hambre, pero la televisión y los periódicos nos hablan de todo de manera más simple y rápida de lo que la literatura jamás lo hará.

Lo que más necesita decir e investigar la literatura los miedos básicos de la humanidad: el temor de ser excluido, de no contar para nada y los sentimientos de insignificancia acompañantes de tales miedos, las humillaciones colectivas, vulnerabilidades, insultos, lamentaciones, sensibilidades e insultos imaginados, el regocijo nacionalista y las inflaciones sus más cercanos como especie.

Como sea que me encuentro con tales sentimientos, con el leguaje irracional y vulgar en que se expresan usualmente, sé de ellos tocándome en mi oscuridad interior. Hemos visto con frecuencia personajes, sociedades y países fuera del mundo occidental- me puedo identificar con facilidad con ellos- sucumbiendo a los miedos que los han llevado a cometer estupideces, todo por temores de humillación y sensibilidades.

Sé también cómo en Occidente- un mundo con el que también me puedo identificar con facilidad- hay naciones y personas enorgullecidas en demasía por sus riquezas, en habernos traído el Renacimiento, la Ilustración y el Modernismo, que de tiempo en tiempo han sucumbido a una autosatisfacción casi estúpida. Esto significa que mi padre no era el único, pues todos damos mucha importancia a la idea de un mundo con un centro. La razón que nos compele a escribir en un cuarto indefinidamente es la fe en lo opuesto, la creencia de un día en que nuestros textos serán leídos y entendidos porque la gente en todo el mundo se asemeja. Esto lo sé por mí y por los escritos de mi padre y es un optimismo complicado, destruido por la rabia de ser dejado al margen, de ser excluido.

El amor y el odio sentido por Dostoyevsky hacia Occidente toda su vida también lo he sentido en muchas ocasiones. He atrapado un verdad esencial: si tengo razones pare mi optimismo es por que he viajo con éste gran escritor a través de su relación de amor y odio con Occidente para considerar el otro mundo construido por él, construido en otro lado.

Todos los escritores que han dedicado su vida a esta tarea conocen la realidad: el propósito original del mudo creado por nosotros después de años y años de escritura esperanzada, al final se moverá a otros lugares distintos. Nos llevará lejos de la mesa en que hemos trabajado con tristeza y rabia, nos llevara al otro lado de la tristeza y la rabia, en otro mundo. ¿Pudo mi padre llegar a tal mundo?

Como la tierra que lentamente toma forma, alzándose lentamente desde la niebla con todos sus colores como una isla después de un largo viaje en el mar, éste mundo nos encanta. Estamos tan fascinados como los viajeros occidentales quienes viajan desde el Sur hasta observar Estambul alzarse desde la niebla. Al final del viaje iniciado con esperanza y curiosidad yace enfrente una ciudad de mezquitas y alminares, una combinación de casas, calles, montañas, puentes y colinas, un mundo entero. Viéndolo deseamos entrar en él y perdernos como dentro de un libro. Después de sentarnos a la mesa nos sentimos provincianos, excluidos, marginales, furiosos, profundamente melancólicos, encontramos un mundo completo más allá de estos sentimientos.

Siento ahora lo opuesto a lo que sentí de niño y de joven: para mí el centro del mundo es Estambul. No solo porque allí viví toda mi vida sino porque por los pasados 33 años he narrado sus calles, puentes, su gente, perros, casas, mezquitas, fuentes, sus héroes extraños, tiendas, personajes famosos, puntos negros, sus noches y días, haciéndolos parte de mí, abrazándolos.

Llegó un momento en que el mundo hecho con mis propias manos existía sólo en mi cabeza y era más real que la misma ciudad en que vivía. Fue cuando todas estas personas y la calle, los objetos y los edificios parecían hablar entre ellos y comenzar a actuar en formas no anticipadas como si no vivieran sólo para mi imaginación o mis libros sino para ellas mismas.

Este mundo creado por mí como un hombre cavando un pozo con una aguja se verá entonces más verdadero que cualquier otra cosa. Mi padre también pudo haber descubierto este tipo de felicidad durante sus años de escritura. Pensé mientras atisbaba la maleta de mi padre que no debía prejuzgarlo.

Estaba muy agradecido con él después de todo: nunca había sido mandón, prohibitorio, abusador de su poder, castigador, ni un padre ordinario, pero un padre que siempre me dio libertad y me mostró el máximo respeto. Con frecuencia he pensado que si de vez en cuando pude representar cosas en mi imaginación en libertad o infantilidades fue sólo porque a diferencia de muchos de mis amigos de infancia y juventud no tenía miedo de mi padre; he creído alguna veces que pude ser un escritor porque mi padre en su juventud había deseado serlo también. A él lo tuve que leer con tolerancia-buscando entender lo escritor por él en los cuartos de los hoteles.

Fue con estos pensamientos esperanzadores que caminé hacia donde mi padre había dejado la maleta, valiéndome de mi poder de voluntad leí algunos manuscritos y libretas, ¿sobre qué había escrito mi padre? Recordé algunas vistas desde las ventanas de los hoteles parisinos, uno pocos poemas, paradojas, análisis…. Mientras escribo me siento como alguien que recién ha tenido un accidente automovilístico y trata de recordar cómo sucedido al tiempo que teme recordar demasiado.

Cuando era chico y mis padres estaban al borde de una pelea –cuando caían en un silencio fatal- mi padre encendía el radio para cambiar la atmósfera y que la música nos hiciera olvidar rápido. Déjenme cambiar la atmósfera con unas pocas dulces palabras que espero sirvan tan bien como la música. Como ustedes saben, la pregunta hecha con frecuencia a nosotros los escritores, la pregunta favorita es: ¿por qué escribe? Escribo porque tengo una innata necesidad de escribir, escribo porque no puedo hacer un trabajo normal como otras personas. Escribo porque quiero leer libros como los míos. Escribo porque estoy disgustado con ustedes y todos.

Escribo porque amo estar en un cuarto todo el día escribiendo. Escribo porque sólo puedo tomar parte en la vida real cambiándola. Escribo porque quiero que otros, todos nosotros, el mundo entero, sepan qué tipo de vida hemos vivido nosotros y aún vivimos en Estambul, en Turquía. Escribo porque amo el olor del papel, la pluma y la tinta. Escribo porque creo en la literatura, en el arte de la novela más de lo que creo en otras cosas.

Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque quiero la gloria y el interés que trae la escritura. Escribo para estar solo. Escribo tal vez para saber por qué estoy tan, tan, tan molesto con todos ustedes. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo porque una vez he comenzado a escribir una novela, un ensayo, una página, quiero terminarla. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo la infantil creencia en la inmortalidad de las librerías y en la manera en que mis libros yacen en los entrepaños.

Escribo porque es excitante poner en palabras toda la belleza y riqueza de la vida. Escribo no para contar una historia sino para componer una. Escribo porque deseo escapar de la premonición de un lugar al que debo ir – como en un sueño- pero al que no me puedo si quiera acercar. Escribo porque nunca he podido ser feliz. Escribo para ser feliz. Una semana después de venir a mi oficina y dejar la maleta mi padre vino de nuevo, como siempre me trajo una barra de chocolate, (había olvidado que yo tenía 48 años), como siempre reímos y hablamos sobre la vida, la política y los chismes familiares. Llegó un momento en que los ojos de mi padre fueron a parar a la esquina donde había dejado su maleta y vio que la había corrido. Nos miramos a los ojos, luego sobrevino un silencio opresivo.

No le dije que había abierto la maleta y tratado de leer su contenido, en vez de eso miré hacia otro lado. Pero el comprendió, tal como yo entendí que el había entendido. Pero está comprensión sólo duro uno segundos porque mi padre era feliz, un hombre fácil de llevar con fe en sí mismo: él me sonrió como siempre. Cuando se iba de mi casa me repitió todas las amorosas e inspiradoras cosas que siempre me decía como padre. Como siempre lo vi irse envidiando su felicidad y despreocupación e imperturbable temperamento. Recuerdo aquel día hubo un rayo de felicidad dentro de mí, que me avergonzó, producido por el pensamiento de no estar tal vez tan cómodo en la vida como él, de pronto no había vivido tan feliz y libre como él, pero me había dedicado a la escritura- me avergonzaba pensar así a costa de mi padre.

De todas la persona mi padre nunca fue la fuente de mi dolor porque me dejó libre. Todo esto debe recordarnos que la escritura y la literatura están íntimamente vinculadas con una falta de centro en nuestras vidas y nuestros sentimientos de felicidad y culpa. Con todo mi historia tiene una simetría que inmediatamente me recordó algo ese día y me produjo un sentimiento de culpa más profundo. Veintitrés años antes que mi padre me dejara su maleta y cuatro años antes de decidir a la edad de veintidós convertirme en novelistas y abandonar lo demás para encerrarme en un cuarto terminé mi primera novela Cevdet Bey e hijos.

Con manos temblorosas le había pasado las cuartillas de la novela inédita a mi padre para que me diera su opinión, no sólo porque confiaba en su gusto e intelecto: su opinión era muy importante porque él, al contrario de mi madre no se había opuesto a mi deseo de convertirme en escritor. Para entonces mi padre no estaba con nosotros, se había ido. Espere pacientemente su regreso. Cuando llegó dos semanas después corrí a abrir la puerta. Mi padre no dijo nada, pero de inmediato tiró sus manos sobre mi de una manera en que me decía que le había gustado mucho la novela.

Durante un rato estuvimos con el extraño silencio que siempre acompaña grandes momentos emotivos, entonces nos calmamos y comenzamos a hablar y mi padre volvió con sus cargados y exagerados comentarios para expresar su confianza en mí o mi primera novela, me dijo que un día ganaría el premio que estoy recibiendo acá con gran felicidad. No decía esto porque estuviera tratando de convencerme de su buena opinión o por poner el premio como una meta, lo decía como un padre turco apoyando a su hijo diciendo: “Un día te convertirás en un pasha”. Por años cuando me vía replicaba su apoyo con las mismas palabras. Mi padre murió en diciembre de 2002.

Hoy parado acá ante la Academia Sueca y los distinguidos miembros que me otorgaron el premio, el gran honor y los distinguidos invitados deseo fervientemente que él pudiera estar acá.


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